EL CRIMEN DE LA ESTANCIA "LA TERNERA".
RESABIOS DEL CAUDILLAJE RURAL, FEUDALISTA Y TODOPODEROSO (II) Un crimen en el que se enredaron la economía, la política y el autoritarismo
Nunca está de más el recapitular, especialmente en temas tan controvertidos y rodeados por el escándalo como fue en su tiempo el famosísimo crimen de la estancia "La Ternera", en el departamento de Treinta y Tres. El 28 de abril de 1929, fue asesinada por dos personas la esposa del estanciero José Saravia, caudillo colorado de la zona y fuerte propietario de dieciséis mil cuadras de campo. Al ocurrir el hecho, la señora estaba sola en el casco acompañada únicamente de una empleada de confianza llamada Martina Silva y de dos mujeres menores de edad. De acuerdo con sus declaraciones, los desconocidos dijeron que traían una carta y que querían ver a doña Jacinta Correa de Saravia. Conducidos ante ella, la arrastraron a la fuerza hacia afuera, le pusieron una bufanda en el cuello y la extrangularon tirando uno de cada punta. Nadie pudo impedirlo porque todos los hombres del establecimiento, ya fueran empleados, visitantes o agregados se encontraban participando en una yerra. Saravia regresó de esa faena a eso de las diez de la mañana y se encontró con su mujer tirada en el patio. Bajó de su caballo, la tocó y sin manifestar dolor ni sorpresa, se encerró en su cuarto. Al rato mandó depositar el cuerpo en el galpón y luego en otro dormitorio. Más tarde envió a un empleado a comunicar su muerte a la comisaría, pero no el hecho de que había sido asesinada. Nunca más vio el cadáver de su esposa ni lo acompañó al cementerio. Interrogada la cocinera de la estancia, única mujer mayor testigo de los hechos, primero se contradijo y luego se derrumbó, confesándolo todo. Acusó a su patrón José Saravia de querer inducirla al crimen de la señora invitándola a que colocara cianuro en su leche o en el mate a cambio de una recompensa en dinero, ovejas y aves. Como pasado el tiempo no se sentía con fuerzas para hacerlo, Saravia le dijo que el día de la yerra le facilitara la entrada a dos personas que irían a las casas a cometer el asesinato. Estas llegaron a la hora convenida, ella les indicó el camino y así fue consumado el hecho. Detenidos estos trabajadores rurales, sobrinos de un empleado del establecimiento de la absoluta confianza de Saravia, ambos confesaron coincidiendo punto por punto con lo manifestado por las tres mujeres testigos. José Saravia, que intentó enredar a la justicia como si su poder de caudillo pudiera mantenerlo al resguardo y por encima de ella, nunca admitió su condición de instigador. Fue encarcelado y al cabo de dos años le fue negada la excarcelación. En esa instancia, tuvieron lugar dos informes de especial relevancia jurídica: el del Fiscal Luis Piñeyro Chain rechazando la libertad del detenido y el del abogado defensor de Saravia doctor Raúl Jude.
Ya fue dicho en la nota anterior, que existieron dentro de la sociedad uruguaya de aquellos años, elementos externos al homicidio que borronearon sus límites y lo rodearon de pasiones. José Saravia al igual que su hermano Basilisio, pertenecía al Partido Colorado y ambos eran a su vez hermanos de la máxima figura del Partido Nacional de este siglo: Aparicio Saravia. Eso solamente bastaba para que medio país lo despreciara. Pero además, José no pertenecía al batllismo ortodoxo y cuando este partido se dividió en torno a la candidatura presidencial del doctor Gabriel Terra, el doctor Raúl Jude apoyó a la figura de quien sería el nuevo presidente. Esos motivos aportaron el desencadenamiento de pasiones de diferente signo. Tampoco se le perdonaba a José Saravia su condición de estanciero rico y señor con plenos poderes de una extensa zona de Treinta y Tres. Precisamente la exposición de estos prejuicios sociales contra su defendido, permitió a Jude dar un principio de credibilidad a sus extensos alegatos.
Una cita de La Bruyere que Jude reprodujo en sus escritos se aplicaba según él estrictamente a lo sucedido: "La sanción de un culpable es un ejemplo para la canallada; la condenación de un inocente es un ataque a todos los hombres honrados." Para el abogado defensor, la atmósfera mezcla de pasiones y preconceptos formada alrededor del caso, determinó una suerte de folletinismo periodístico cuyas presiones hicieron difícil un encare imparcial de la justicia. "La historia judicial" - escribió Jude- "nos muestra con dolorosa elocuencia cuántas han sido las crueldades cometidas por la pasión de las muchedumbres en su noble afán de estigmatizar al que suponen culpable sin tener más guía que la información casi siempre incompleta de la prensa que hace su sumario para el gusto de la calle. (...) Por instinto, el perro persigue al hombre que huye en la carretera; por instinto también, la multitud es hostil a cualquiera que sea sospechoso. Por lo menos la cólera del perro pasa pronto: la multitud se encarniza con el acusado."
Con mucha habilidad el doctor Jude (de quien la maledicencia pública inventó al final del juicio refiriéndose a sus honorarios que "era el uruguayo de más voraz apetito porque se había tragado la mitad de "La Ternera") se preguntó en alta voz quién juzgaba en el Uruguay, si la Justicia o la multitud y si los gritos de los energúmenos podían imponerse a un análisis razonado de los hechos. Según él, las pruebas contra José Saravia ni siquiera estaban basadas en indicios porque carecían de los atributos con los que la ley define a las presunciones: tienen que ser inequívocas, han de dar un resultado preciso, deben ser directas, claras y concordantes. Varias personas mencionaban a Saravia como instigador del crimen, pero ninguno había aportado una prueba concluyente.
De acuerdo con lo que era voz corriente en la zona, el matrimonio se llevaba mal desde hacía por lo menos viente años. Pero nada de eso había impulsado a la señora a plantear una separación de bienes y mucho menos a divorciarse. Es verdad que el estanciero tenía una amante a la cual había regalado mil cuadras de campo y con la cual, de acuerdo con algunos testimonios, pensaba casarse. ¿Pero esto realmente le importaba a doña Jacinta Correa? Ella residía holgadamente desde diez años atrás en Montevideo, en una hermosa quinta situada en la antigua calle Larrañaga y Monte Caseros propiedad del matrimonio. Allí acudía puntualmente Saravia todos los meses, pagaba los gastos generados por su esposa, que eran elevados y regresaba a su estancia. La vida para ambos no podía ser más cómoda. Como tantos matrimonios mal avenidos, habían encontrado una forma civilizada de soportarse. "Los Saravia" - reflexionó Jude- "son fuertes, apasionados, voluntariosos y dominadores hasta la prepotencia, duros en la consecusión de sus propósitos. La historia de todos ellos podrá mostrarlos capaces de un exceso en el orden político pero jamás acuciados por la propensión inferior de intervenir en episodios de parecido cará cter al que nos ocupa." José Saravia era austero y medido en sus gastos, pero demostró muchas veces ser atento con su esposa a la que incluso en los días previos al crimen había prometido comprar un auto. A uno de sus cuñados, que estaba internado en el Vilardebó, lo había ayudado sacándolo de allí y dándole campo para que trabajara. "José Saravia" - escribió su defensor- "es como esos criollos viejos de espíritu abierto a la generosidad y cuya mano protectora amparó y mitigó la angustia y la miseria de muchos." Según Jude, la intención de la víctima de hacer una separación de bienes, argumento determinante de la Fiscalía para la motivación del crimen, no surge de ningún documento ni de ningún hecho sino de las habladurías de la zona. Si la señora conocía desde hacía veinte años la doble vida de su esposo y no había querido hacer entonces ninguna gestión, no había motivo para que la hiciera ahora. Saravia era ya a esa altura un hombre de más de setenta años. Si los fuegos con ella se habían extinguido tanto tiempo antes, era previsible que también en muy menor grado existieran para con otras mujeres.
El doctor Raúl Jude también justifica la actitud de absoluta indiferencia de su defendido ante el cadáver de su esposa, atribuyéndolo a una particular y muy respetable actitud del alma frente a lo irreparable."Frente a un mismo dolor que a dos personas lastima por igual, la reacción es diferente. (...) En Saravia hay un temperamente de excepción en este orden de cosas. Cuando falleció su hermano el general Basilisio Saravia con quien mantenía lazos que por lo estrechos, firmes y sinceros estaban no sólo en los marcos de la fraternidad de su sangre sino más allá de ellos mismos, se resistió a concurrir a su entierro. Fue necesaria la intervención de los amigos políticos lo que lo hizo desistir de sus propósitos."
Menos derroches de dialéctica hizo en cambio Jude cuando entró a analizar los dichos de la doméstica Martina Silva, a su juicio la principal sospechosa del crimen. A las declaraciones de ésta manifestando que Saravia le había manifestado "que tenía que decirle un secreto y que al efecto fuera a su dormitorio", el defensor sostiene que el estanciero, que era un hombre reservado y totalmente desconfiado de la discreción de las mujeres, no podía exponer un tema de tanta peligrosidad a una empleada de la casa. "¡Quien manda no pide favores!", reflexionó Jude. No cuesta mucho seguir su razonamiento. Si cuando Saravia le planteó la posibilidad de que le hiciera ingerir cianuro a su esposa (una sustancia letal que curiosamente según la confesión de Martina Silva su patrón llevaba siempre en la valija) ella se había negado, lógico es pensar que el estanciero ya no podía confiar más en ella y que era muy peligroso comprometerla a participar en la segunda etapa del procedimiento que condujo al homicidio. No bien se la apretara un poco, quien se había negado al asesinato por la vía del veneno por prejuicios morales, terminaría por denunciar a los verdaderos autores. ¿Un hombre inteligente como José Saravia era capaz de cometer errores tan infantiles?
Al final de su escrito de defensa, que paseó morosamente por testimonios, careos y todos los demás hechos supuestamente incriminatorios para su cliente, el doctor Raúl Jude regresó, con su estilo a ratos literario y a ratos jurídico, al argumento de la presión ejercida por la multitud anónima "hiperestesiada por el alcaloide de relatos que ponían la piel de gallina" capaz naturalmente de crear una convicción falsa y aparente de culpabilidad. "La soledad agreste de la sierra, la humilde y bondadosa figura de la víctima, la frialdad repulsiva de los asesinos, el mimetismo emocional de la entregadora, (...) la fantasía de la enorme fortuna que se atribuye al supuesto entregador y luego, dominando la escena la silueta del caudillo que la leyenda interesada forja sanguinario y selvático, incapaz de un acto de bondad ni de un gesto de mansedumbre, fiero, soberbio y prepotente, lleno de vanidad y pleno de inferiores apetitos, cuya voluntad no tiene límites ni conoce riberas, señor de horca y cuchillo cuyos antojos han de cumplirse siempre."
En definitiva, la defensa reiteraba sus argumentos iniciales: el señor José Saravia no tenía el menor motivo para mandar matar a su esposa, ni se habían presentado en juicio pruebas válidas como para condenarlo como instigador. Los jueces no debían actuar bajo la presión de una indignación general que se cimentaba en el resentimiento social y mucho menos por la que ejercía la prensa opositora, en la que se adivinaban las intenciones políticas.
Pese a la habilidad del doctor Raúl Jude, a José Saravia le fue negada tres veces la libertad condicional: una por la Suprema Corte de Justicia, otra por el juez Gamarra y una última por un Tribunal. Estos dictámenes hicieron que el caudillo de Treinta y Tres prolongara su prisión durante ocho años en los que las condiciones no habían sido muy severas: siempre tuvo buenas comodidades, excelente alimentación y hasta le fueron permitidas visitas sexuales, algo absolutamente anómalo en la época. Sin embargo Jude no se dio por vencido y confió en una decisión final absolutoria que podría tomar un jurado popular. Estos organismos de muy escasa convocatoria, se integraban de acuerdo a la ley de muy curiosa manera. Cada dos años, de la lista de ciudadanos que pagaban los impuestos, el Municipio de Montevideo designaba setecientos cincuenta cuyos nombres elevaba a la Suprema Corte de Justicia la que a su vez hacía lotes de ciento cincuenta que se los pasaba a los cinco Tribunales. Normalmente, éstos elegían a los primeros de la lista sin hacer ninguna depuración. Como decía la prensa opositora, el mecanismo sumaba más riesgos a los ya existentes. La persona sometida a juicio era un poderoso caudillo político del terrismo; el abogado, senador por la fracción del doctor Gabriel Terra y los miembros del jurado eran designados por un Intendente también oficialista. No resultaba muy aventurado pensar que esta lista podía estar integrada por algunas personas de probada adhesión partidaria o por otras que al pertenecer a los cuadros de la Administración Pública pudieran ser sensibles a toda clase de manipulaciones y por otras en definitiva que fueran capaces de rendirse ante el poder del dinero. El día anterior al juicio, un editorialista del diario opositor "El País" que firmaba "Luz y Fer", se permitía dudar de la ecuanimidad del resultado y con visión de las circunstancias, se preocupaba en lo que podía opinar al respecto la posteridad, es decir quienes como todos nosotros, estamos examinando el caso setenta años después. "José Saravia, el vencedor de toda cosa, está de nuevo trabado en lucha cuerpo a cuerpo con la justicia. Es la etapa final de un largo proceso que será un invalorable documento sociológico para el futuro. ¿Vencerá otra vez ese anciano tozudo, malo y trágico?"
El juicio por jurado, el último realizado en nuestro país, dio comienzo el 2 de agosto de 1937 y pronunció su veredicto cinco días después. Los diarios se encargaron de fotografiar a las cuatro personas cuestionadas, describiendo sus rostros y estados de ánimo. José Saravia demostraba estar más viejo (de hecho era ya octogenario) cabeceaba permanentemente o fingía tener sueño y se hacía repetir las preguntas a causa de su sordera. Antonio Silvera, la persona de su confianza que de acuerdo con su confesión había contratado por indicación del propio Saravia a dos sobrinos para cometer el crimen, lucía socarrón y sobrador. Octalivio Silvera se había dejado un bigote finito y llevaba lentes oscuros. Su hermano menor Orcilio era el único que aparentaba real tristeza y arrepentimiento. La restante inculpada confesa, la doméstica de la estancia Martina Silva que había acusado a Saravia de proporcionarle cianuro para asesinar a su esposa, había fallecido poco tiempo atrás. Luego de un debate que demandó varios días, en el que Fiscal y defensor volvieron a enfrentarse, el jurado, integrado por ocho hombres (los derechos de las mujeres estaban muy limitados, y recién votaron por primera vez en las elecciones del año siguiente) dictaminó por unanimidad:
4) Que aun cuando existen graves presunciones de que los encausados Octalivio y Orcilio Silvera cometieron el delito instigados por una tercera persona y bajo promesa de juicio, no resulta esto a juicio del jurado suficientemente probado.
5) Que si bien existen serias presunciones de que el procesado José Saravia fue el instigador de la muerte de su esposa doña Jacinta Correa y de que el también procesado Antonio Silvera obró como mediador entre el mencionado Saravia y los hermanos Octalivio y Orcilio, estas presunciones no constituyen a juicio del jurado prueba acabada de la intervención que se les imputa. (Firmas) Silvano Rodríguez, José A. Vásquez Varela, Américo Paladino, F. M. Defazio, Orestes Boggio, C. R. Pintos, Leopoldo Tajes y Manuel Allende. Secretario: Lorenzo Márquez.
La opinión unánime del jurado popular, tuvo más fuerza que la de los miembros del Tribunal de Primer Turno doctores Ernesto Llovet, Melitón Romero y Juan M. Minelli quienes firmaron el fallo discordes. En otras palabras, que una norma legal hizo que ocho personas ignorantes en materia jurídica impusieran su voluntad a tres profesores de Derecho que representaban a la justicia. José Saravia fue liberado y falleció poco tiempo después. Antonio Silvera y sus dos sobrinos tuvieron que padecer varios años de cárcel. Las dudas acerca de la culpabilidad del estanciero siempre quedaron pendientes. Todos los actores lo acusaron, coincidiendo hasta en los menores detalles, pero el jurado adujo que eso no era suficiente. Sin embargo eliminado Saravia como instigador del crimen, quedaba viva una pregunta fundamental: ¿qué motivos habían tenido los asesinos para cometerlo? Habían entrado, sacado a la fuerza a una anciana a quien no conocían, la habían asesinado y se habían ido sin robar nada, pese a tener todo a su disposición. Salvo por una motivación exógena, el homicidio no tenía la menor justificación. ¿Qué movió al jurado a tomar esa resolución? Se habló de mucho dinero, se habló de presiones políticas. Probablemente ya nunca se sepa. El hecho fue turbio pero tuvo un final feliz. Tres meses después, obedeciendo a un indignado clamor popular, el Poder Legislativo derogó la ley que establecía la citación de los jurados. En los informes de ambas cámaras, no se tocó en ningún momento el caso Saravia y las fundamentaciones fueron académicas con citas de los grandes maestros y de la legislación comparada. Se mencionó a Francia, Estados Unidos e Inglaterra como tres de los pocos países en los que todavía se mantenía la institución. Alrededor de treinta años después, una excelente película exhibida en Montevideo bajo el título "Y se hizo justicia", dirigida por el abogado André Cayatte, puso de manifiesto las enormes fallas y las terribles faltas de equidad en las que podía incurrir un jurado popular francés.
La discusión jurídica alrededor del tema todavía continúa en varias partes del mundo. En nuestro país, finalizó el 27 de diciembre de 1937 a las 19 y 30 al cerrarse el debate en la Cámara de Senadores sin ningún voto en contra. Costó un asesinato por encargo y la libertad de un poderoso caudillo político rural.
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